La bondad de la embajada es grande, pero no ilimitada, así que las entradas que teníamos eran reguleras bajas, para ir a las gradas, ahí, con los plebeyos. Pero nosotros desde que vivimos en nuestros pisos de solteros-nuevos-ricos ya no formamos parte de la plebe, así que el destino quiso que el taxi nos llevara a la puerta equivocada, y que justo viéramos a un colega al otro lado de una verja; sonreímos al de la puerta, la atravesamos tranquilamente, y voilà! Nos habíamos colado en el paddock. Yo ni me enteré de que nos habíamos colado en ningún sitio (de hecho, hasta este domingo, ni idea de lo que era el “Paddock”), hasta que me di cuenta de que todo el mundo llevaba unas tarjetitas colgando del cuello que nosotros no teníamos, y que por todas partes estaba lleno de los conductores de las motos. De pronto se hizo la histeria y salió de una caseta Lorenzo, que a mí, pues como si viera a la abuela ganadora del concurso de macramé, pero la gente se volvió algo loca, haciendo fotos y intentando tocarle.
Luego nos colamos, esta vez ya sí, sabiéndolo, en el restaurante del paddock, un sitio en el que daban de comer by the face (bueno, eso pensamos, comimos, y más tarde nos enteramos de que deberíamos haber pagado no sé donde, menuda cara que tenemos) Desde ahí, a través de una pared toda de cristal se veía la pista. Pero vamos, que la pared ya podía haber sido de ladrillo a la vista, que por el cristal no miraba nadie, lo que triunfaba era la tele, era como ver las motos en el bar del barrio, salvo que las motos estaban a 10 metros, pero daba igual, ver pasar una moto a mil por hora por una recta, pues ya ves tú, vista una, vistas todas, en la televisión por lo menos repetían las caídas desde todos los ángulos posibles.
Os dejo una foto para que veais el “pedazo ambiente” que se respiraba.